La noche (aquella noche de 1975, gélida como el metal, impía como la culpa) se cernía sobre los masones que abandonaban la Logia «Honor y Prudencia», ese bastión de secretos enquistado en la calle Matos, entre La Paz y el Boulevard.
No lo sabían entonces —¿cómo podrían saberlo?— pero sus pasos resonarían en el tiempo como ecos de una pesadilla que se niega a morir.
Se encaminan al banquete en la casa del Dr. Terán, avanzaban en pequeños grupos (dos, tres, nunca solos, nunca), sus sombras multiplicándose contra los muros centenarios de La Castellana, ya cerrada, ya muerta, con sus ventanales enrejados como párpados vacíos que los observaban al pasar. Los escaparates de las carteleras cinematográficas que por el día atraían las miradas de los transeúntes ya no están. Se respira un aire de desolación (¿o era el aliento gélido de la noche?) soplo que se colaba entre los resquicios de las puertas cerradas.
La ciudad colonial los envolvía, los devoraba paso a paso, piedra a piedra, mientras descendían por la Plaza 6 de Agosto, donde el cine teatro Omiste —otrora templo de Belén (1545) resurgido como un fénix de las cenizas de la historia, donde las súplicas de antaño se mezclaban con los ecos inquietantes de aventuras y dramas en cinemascope— se alzaba junto al Colegio Pichincha, esa otra reliquia que el mariscal Sucre sembró en 1826.
Sus pasos los llevaron al callejón de la Junín (antes calle de la Pulmonía, ¿acaso los nombres antiguos no guardan las muertes de antaño?), atravesando luego en diagonal la Plaza 10 de Noviembre —Plaza del Regocijo la llamaban entonces, como si la alegría pudiera sobrevivir al peso de los siglos. La Catedral se erguía, imponente, testigo muda de procesiones de vivos y muertos.
Enfilaron por la calle Lanza, donde la escuela Modesto Omiste ocupaba lo que una vez fue la mansión de Don Antonio López de Quiroga (el más rico, el más poderoso de los mineros de plata, ¿seguirían sus ojos de fantasma vigilando sus antiguos dominios?).
Jorge Luksic Garrón y Humberto Iporre Salinas (¿por qué recordaríamos sus nombres? ¿por qué sus voces permanecerían grabadas en la memoria colectiva?) debatían sobre la planta de volatilización La Palca y sobre Karachipampa, sobre el futuro que creían conocer.
Las carcajadas de Mustafá Eloxamí —¿reía de nervios? ¿presentía algo?— rebotaban contra los adoquines helados, mientras a lo lejos, sobre la silueta triangular del Cerro Rico (esa montaña voraz que devora hombres desde hace siglos), las luces de carburo de los mineros descendían como procesión de luciérnagas agonizantes. Sus destellos temblorosos (¿almas errantes? ¿presagios de lo que vendría?) dibujaban serpentinas luminosas sobre el perfil oscuro de la montaña de plata, como si el cerro mismo estuviera llorando estrellas.
Los mineros regresaban a sus hogares, ajenos al drama que estaba por desplegarse en las callejuelas de la ciudad, mientras la noche colonial y sombría apenas comenzaba a mostrar sus colmillos.
Y entonces (siempre hay un entonces, un momento preciso donde la realidad se quiebra) sucedió. Frente a la casa de don Armando Alba —el historiador, el cronista, como si su presencia pudiera validar lo que estaba por ocurrir—, emergió él: el caballero del sombrero tricornio de fieltro ligeramente inclinado hacia un lado y adornado con una pluma, dándole un aire de autoridad. Era una imagen viva como arrancada de un lienzo colonial, como vomitado por el tiempo. Su presencia —era imponente, de postura erguida y espectral— con una tez blanca que contrastaba con la oscuridad de la noche, rostro pálido y con signos de fatiga, con una barba descuidada que añadía un aire de desgaste y cansancio —ojos profundos y claros— reflejaban siglos de historias no contadas, mientras que su mirada —fija y penetrante— parecía atravesar el alma de quienes se atrevieron a mirarlo— ¿era una aberración, una grieta en la lógica del mundo?
(¿Lo vieron todos? ¿Lo imaginaron todos? Las preguntas se multiplicarían en noches futuras de insomnio, en conversaciones susurradas, en pesadillas recurrentes).
Vestía un uniforme militar de paño azul con botones de metal, con faldón, que ondeaba ligeramente con cada movimiento, pantalones grises que se metian dentro sus botas que llegaban hasta las rodillas, cubiertas de polvo y con signos de desgaste y llevaba una espada al cinto, símbolo de su autoridad y pasado guerrero. Sus pasos —firmes y cansinos, presentes y ausentes— resonaban sobre los adoquines como gotas de mercurio, metálicas y venenosas. Cada pisada parecía traer consigo ecos de un pasado olvidado, llenando el aire con una sensación de inquietud y misterio. Era como si el tiempo mismo hubiera decidido devolver a este caballero a la vida, solo para recordar a los vivos la fragilidad de su existencia.
Y cuando giraron los que lo vieron (¿por qué giraron? ¿qué impulso los movió?), la calle Nogales estaba vacía. No quedaba rastro alguno del fantasma, si es que alguna vez existió más allá de sus mentes febriles, más allá del miedo ancestral que la ciudad destilaba por sus poros de piedra.
La casa de don Raúl —hermano del acuarelista Ricardo Pérez Alcalá, como si los nombres pudieran anclarlos a la realidad— permanecía cerrada, hermética, negando cualquier posibilidad de refugio al espectro.
Corrieron (¿huyeron?) por la última cuadra, donde la Importadora COBANA se erguía como testigo mudo de su terror, enfrentada al ingenio minero Huayra (Viento, ¿acaso el viento no arrastraba consigo los ecos de pasos fantasmales?), ese gigante metálico de COMSUR que parecía observarlos con ojos de acero.
El laboratorio del Sr. Piérola —con sus sobres lacrados certificando la pureza del estaño, como si la precisión del 70% pudiera medir también el grado de irrealidad de aquella noche— se alzaba al final de la cuadra, último refugio de la razón en una noche que había perdido toda lógica.
Doblaron hacia la casa del Dr. Terán, junto a la escuela Copacabana, ese edificio que desde 1585 marcaba la frontera entre el mundo de los españoles y el de los yanaconas huayradores(1). ¿Acaso no era también una frontera entre los vivos y los muertos, con su cementerio colonial susurrando historias bajo los cimientos?
El banquete (¿festín o funeral?) transcurrió entre miradas nerviosas y risas forzadas. La noche los había marcado, los había transformado en otros, en versiones temerosas de sí mismos. Don Jorge corrió hacia su hotel (¿encontraría refugio tras los cristales?), mientras otros buscaban la salvación en taxis que los alejaran de aquella pesadilla.
Pero la ciudad colonial guarda sus secretos, los alimenta, los hace crecer en las sombras de sus callejuelas. Y aquella noche de invierno de 1975 (¿fue real? ¿importa acaso?) se convirtió en una historia más entre las miles que Potosí musita a través de sus piedras centenarias, sus templos y sus fantasmas que se niegan a abandonar las calles que una vez recorrieron.
(1) El término yanacona designa la mano de obra calificada en la época prehispánica y en la colonial. El término huayrador hace referencia a los expertos en manejar los hornos de viento para la fundición de mineral.
Sé el primero o la primera en comentar